Un sillón de cuerina verde
- Batman de Comala
- 4 jul 2020
- 3 Min. de lectura

El texto de hoy le pertenece a Sofía Rojas, periodista, hincha de Boca, militante de izquierda, colaboradora incansable y constante de Batman de Comala.
Cuando era piba el fútbol, como ahora, también era pago y el único en la familia poseedor de la bendición del tocón negro era mi queridísimo abuelo Antonio. Ésta situación hacía que todos los domingos, cual fieles devotos, nos instaláramos en el comedor de su casa, corriéramos el sillón de cuerina verde y diéramos vuelta el televisor de la cocina para ver mejor. Acto seguido cerrábamos las gruesas cortinas de la puerta de entrada y nos acomodábamos: mi abuelo a la izquierda, mi primo Tantu en el medio y yo en la punta restante; al lado mío, en una silla de madera, mi viejo y detrás del sillón, mi tío Diego. En ese momento Brandsen y del Valle Iberlucea parecía no quedarnos tan lejos.
Todos los domingo y algunos sábados repetíamos el ritual con religiosidad. A veces se sumaban mi hermana y mi primo más chico, se acomodaban en el piso frente al televisor y encarábamos las horas más esperadas de la semana. Nunca jamás se nos ocurrió sentarnos en otro lado o intercambiar lugares. Nunca.
En esas dos horas estaba todo permitido. Todo menos las visitas; cuando alguna aparecía, después de minutos de intentar aparentar que no había nadie, se le abría, se la ubicaba en la punta de la mesa, bien lejos del aparato y se la ignoraba durante todo el rato. Ese era el castigo merecido a quienes osaban irrumpir el horario sagrado. Sin la necesidad de mediar palabra entre nosotros, sabíamos que la armonía estaba quebrada y del partido esperábamos poco y nada.
Me gustaría aclarar que mí familia se caracteriza por no ser demostrativa. Nunca, en ninguna circunstancia. Se tiene que estar muriendo alguien para que a alguno se nos escape una palabra o gesto de cariño para con el otro. Y a veces ni siquiera, mi mamá decidió contener el trabajo de parto hasta que el árbitro dio por finalizado el partido y sumamos la Intercontinental del 2000. Recién ahí accedió a ir a la clínica a parir a mi hermana. Esto es así y nadie lo cuestiona; el afecto y la sensibilidad nos incomoda. Pero los domingos siempre fueron los domingos y me enseñaron que mientras permaneciéramos dispuestos alrededor del sillón teníamos vía libre para llorar, reírnos, putear, intercambiar opiniones y respetar los momentos donde era sumamente necesario el silencio, cosa que a mí me costaba -y cuesta- horrores. Sin percibirlo, supimos ser el reflejo de todas las emociones: mi abuelo vivía el partido sin emitir sonido, mi viejo se pasaba los 90 minutos puteando, mi tío siempre tenía mensajes optimistas en los peores momentos y mi primo y yo discutíamos estadísticas de muy dudosa procedencia.
A mitad del segundo tiempo aparecía mi abuela Mabel quejándose porque no la dejábamos dormir la siesta aunque sabíamos bien que el motivo real de su enojo era no haber logrado que ninguno de sus hijos ni de sus nietos saliera de Racing. Nunca le dijimos nada, en el fondo sabíamos que ella también era parte del ritual.
El sillón era el núcleo, el corazón de la habitación, el centro de la reunión y lo que nos contenía mientras vivíamos los noventa y pico de minutos con las emociones a flor de piel. Era antiguo, con los apoya brazos de madera y tenía una pata floja que ante cada grito de gol se caía de mi lado. La culpa era mía por no poder contener la alegría y pararme; eso hacía que siempre me perdiera la repetición por estar agachada ubicando la pata en su lugar mientras mi abuelo, sin despegar los ojos de la pantalla, me decía "eso te pasa por no quedarte quieta".
Podría seguir describiendo escenas y enumerando momentos pero posiblemente se tornaría un bodrio, si es que ya no lo es, así que sintetizaré recordando la cantidad de campeonatos que hemos festejado en ese sillón. Hasta que un día no quiso más y nos dejó. Intentamos reemplazarlo por uno de mimbre y almohadones de cuadritos, más tarde con tres sillas y hasta inventamos otras alternativas pero nunca fue lo mismo. Nada nos contuvo de tal forma. Tanto así que poco después no sólo perdimos a mi abuelo y dejamos de mirarlo todos juntos en ese lugar, sino que hasta incluso dejamos de ganar con la cotidianidad de antes...
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