Volvemos de las vacaciones con nuestra colaboradora principal Sofia Rojas que trae bajo el brazo un texto brillante de esos que nos tiene acostumbrados. Entrecerrando los ojos recuerda y surge desde lo más intimo y familiar, lo extraño y lo ominoso.

Que mis viejos me tuvieron de jóvenes no es novedad para nadie; con volverse una mosca y frecuentar las charlas de las señoras que creen que mi papá es mi pareja, en algún bar, o con transformarse en el botón de la camisa de las que se espantan de la proporción entre la edad de mi mamá y el tamaño de sus hijas, basta. El punto de esto es que su juventud hizo que sus planes me resultaran increíblemente divertidos y extremadamente confusos.
Para aclarar, soy del '94 con todo lo que eso implica: el auge de los pelos largos en los tipos, el uso y abuso de los locutorios y la moda de las canchas de paddle. Para esa época toda mi familia, salvo mis abuelos, eran adolescentes - pre adultos con demasiadas responsabilidades. ¡Qué alivio que las cosas hayan cambiado tanto!
La cosa es que para mis cinco años, mi joven y esbelto tío decidió que se casaba y organizó un fiestón que marcó la década (del barrio). Si el Diego se casó en el Luna, él tenía que hacerlo en el Club del Golf con todos los chiches. Y así sucedió: me acuerdo de las tardes en las que todos corrían de acá para allá comprando trajes, vestidos, ligas, anteojos de sol y cotillón como para una fiesta gitana. Se planchaban el pelo, se probaban peinados, tomaban todos los minutos de sol que sus trabajos le permitían.
Y acá empieza el punto en el que la historia se vuelve confusa. Acá ya no me acuerdo si lo que voy a contar efectivamente pasó, lo inventé o simplemente exageré. La cosa es que unos días antes de que se entregaran los confites, mis papás, tíos y amigxs de la familia cayeron cual patota a un local diminuto ubicado en el puerto. Hacía mucho que yo ya era parte de ese grupete, aunque me mandaran a dormir más temprano sólo por tener algunos metros menos. Cuestión, al enterar al salón del lugar la recepcionista de piel naranja, dividió a las mujeres de los hombres y los hizo ingresar a salas distintas. A mí, por razones obvias, me mandaron con mi mamá.
Antes de detenerme a contar el meollo de la cuestión quiero comentarles que ya, sin haber ingresado ni mirado por la hendija, sabía que la sala de los hombres era la más divertida de todas. De vez en cuando cantaban y coreaban el nombre de mi tío o de Maradona, la verdad es que ahora no sé bien, pero retumbaba todo el lugar y a mí eso me hacía reír.
Pero no, a mí me tocó del otro lado, en la sala de las mujeres, donde la cosa era distinta. En el cuartucho sonaba Marcela Morelo, y mi mamá me abría un paquete de anillitos de glasé rosa. No compensaba ni a ganchos la fiesta que se desarrollaba en el otro cuarto pero por lo menos intentaba meterle onda. La cuestión fue que después de darme un par de recomendaciones y de pedirme que me quedara quieta unos minutos, presencié lo que ninguna nena le hubiese gustado ver jamás: mi mamá iniciaba contacto directo con la vida en otro planeta. ¿Cómo lo sé? ¡La vi! La vi con mis propios ojos meterse, como Dios la trajo al mundo, en una nave espacial de vidrio, con los ojos negros, e iluminada por una especie de luz azul que parecía irradiar energía extraterrestre.
La cuestión es que me re contra cagué de miedo pero una de las amiga de mi progenitora, con conocimiento de causa, me agarró de la mano y me dijo "no te asustes, es como si tomara sol nada más". ¡Qué mentirosa!, yo la veía y no había ni sol, ni arena, ni siquiera la brea del techo de la casa de mi abuela donde mi mamá se tiraba a veces a broncearse. Tanto ella como yo sabíamos lo que pasaba en esa sala y ahí caí en la cuenta: detrás de la puerta negra, en la habitación de los hombres, ¿estaría pasando lo mismo? ¿toda mi familia tendría el poder? Quise correr a ver pero el miedo me paralizó un poco y logré cumplirle la petición a mi mamá. Me quedé helada en el lugar.
Con respecto a la charla, no escuché un pito solo veía que ella movía la boca al ritmo de las canciones que sonaban. Parecía entretenida. La conversación duró siglos, como dos o tres, la cosa es que cuando salió de la nave, se puso una bata y me dijo "No tengas miedo. No es nada, ni duele. Cuando seas grande vas a venir vos también", y yo pensaba "pero ni loca, Mariela. A mí dejame con los humanos".
Ah, no, lo diferente que se la veía, como radiante, como si hubiese cambiado el color. Yo ya no podía mirarla a la cara. La cuestión es que esperé y al salir todos de sus habitaciones, mis temores se confirmaron: mi familia estaba distinta, efectivamente todos tenía contacto con seres de otro planeta.
Me pareció adecuado no hablar con nadie del asunto. Pero no voy a negar que pasé noches pensando, hasta que finalmente decidí que podía entenderlo: quizás eran también familiares nuestros y mi mamá se comunicaba para ver cómo andaban. Como cuando mi abuela gritaba "¡LOS SANTIAGUEÑOS!, TODOS A ESCONDERSE, NO HAGAN RUIDOS. MARIELA, CERRÁ LAS CORTINAS ASÍ SE VAN", y yo a esa parte de la familia tampoco la conocía pero no dejaban de serlo. Era factible que pudiésemos tener lazos con gente de todas partes y estaba bien.
La cuestión es que con el correr de los días mi percepción cambió, y me fanaticé con los nuevos parientes. Mi familia era increíble y súper interesante. Me sentía superior al resto de mis amigos que solo tenían raíces en otros países.
Todo lo que fui descubriendo después es para otro día, solo voy a contar que la noche más esperada llegó: y que después de cientos de recorridos de lo de mi abuela al salón, de horas de peluquería y de litros de perfume, llegamos al Club del Golf. Mi emoción aumentaba conforme nos acercábamos; estaba todo el barrio, toda la familia de mi abuela y los parientes de la novia. Pero algo extraño pasaba: los extraterrestres no había ido.
Le pregunté a mi mamá dónde estaban los parientes que faltaban, a lo que me respondió: “¿Quiénes?, ¿los santiagueños? Esos no son parientes, son amigos del abuelo”. Insistí con que faltaban “los otros” y no hubo respuesta. Fue en ese momento en el que empecé a creer que todo había sido producto de mi imaginación, que la nave, los ojos negros y la luz azul nunca habían existido fuera de mi cabeza.
La verdad es que el miedo me venció por eso nunca lo pregunté: temí que mi mamá me creyera loca y no me quisiera más como hija o peor aún que se diera cuenta que quería a esa parte de la familia y me mandara un verano de vacaciones con ellos, con lo que me gusta el mar a mí.
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