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La noche que tuve un Rinhella

Foto del escritor: Batman de ComalaBatman de Comala

La Infancia de nuestra autora recurrente en Batman de Comala tiene rincones brillosos, parece ser como un parque de diversiones donde de tanto en tanto Sofia Rojas elije un juego y lo narra, haciendo de las anécdotas de su infancia un compilado divertidísimo de cuentos.


Una noche de verano, saliendo de una alcantarilla encontré al sapo más hermoso que tuve la dicha de ver, y eso que tengo un basto historial de batracios en mi haber pero ese era incomparable. Tenía el lomo similar al cartón corrugado y un color anaranjado que me volvía loca. Me acuerdo que ni bien me hice de él, corrí a la casa de mis vecinos a buscar a su mamá que solía tener data de todos los bichos que se cruzaban en mi camino. ¡Ahh, lo que me hubiese servido esa mujer en estos tiempos! En fin, según la enciclopedia Billiken, y corroborado por la Encarta, lo que tenía entre mis manos era un Rhinella Marina o sapo de caña, una de las especies más comunes y venenosas del mundo y a mí eso último me fascinaba.

Cruzando de vereda sucedía algo atípico: mis papás no estaba en mi casa; rara vez salían sin nosotras pero esa noche habían ido a un cumpleaños y estábamos bajo tutela de mis tíos. Para mí eso suponía una gran ventaja en el camino de conservar al animal. Antes de subir a pedir permiso organicé a mi tropa: les dije a mis dos primos y a mi hermana que si no se sobreexcitaban y que si omitíamos lo del veneno podíamos quedarnos con él. Ellos me escucharon atentamente e hicieron lo que pudieron, teniendo en cuenta lo que sus edades les permitían. Es difícil no emocionarse con un sapo de tales magnitudes teniendo seis u ocho años pero yo, que tenía diez y era casi adulta, me hacía cargo de la situación. Así que subí, dejando al sapo bajo supervisión de mi primo Mateo -el más valiente de los tres- expuse el punto ocultado las características de mi nuevo amigo y para mi sorpresa, la respuesta fue la esperada.


Chocha me fui a dormir con el sapo al lado de mi cama, reposando en un balde de playa blanco con un poquito de agua y una red para que no se escapara. Había que pensar un nombre y comprarle una pecera. Si lograba vender más perfumes hechos con flores probablemente hasta me alcanzara para algunas piedras y algas de plástico. Sumergida en la planificación del nuevo hogar de mi mascota me dormí plácidamente, casi regocijándome de mi conquista.


A la mañana siguiente del balde y del sapo ni noticias. ¿Habría soñado? Me bastaron segundos para que las cosas volvieran a su lugar y encontrara la respuesta: mi mamá. La aburrida de mi mamá, ¿cómo no lo había pensando antes? Ya se había opuesto a la llegada de mi perro, era obvio que ahora también la enojaba que tuviera un sapo. Dispuesta a confrontarla salí en su búsqueda. Ese día, en la hermosa cocina de mi casa de Figueroa Alcorta, mi mamá instaló la primera tergiversación que tardé en años derribar: los sapos se alimentan, entre otras cosas, de los dedos de los pies de los niños. Y punto. ¡Qué locura! Sabía que se decía que su pis podía provocar ceguera pero lo de los dedos se me había escapado y después de tamaña lección de biología, no podía más que celebrar habernos deshecho del animal. ¡Qué inteligente mi mamá y qué heroína!, me había salvado de perder extremidades. Y yo que había pensando lo peor de ella. Porque si bien me fascinaba tener un sapo venenoso, quedarme sin dedos ya me parecía un exceso totalmente escalofriante.


Por suerte tenía a mi mamá que todo lo sabía. Mi mamá, la que todos los días reemplazaba silenciosamente mis vasos con agua y renacuajos por agua limpia. Mi mamá, la misma que tenía un profesor del colegio que entró a una casa abandonada, se quebró un pie y estuvo horas sin que nadie fuera a rescatarlo, y del miedo que sentía, casi como por arte de magia o reacción del cuerpo, todos los pelos de su cabeza se tiñeron de blancos. Así, de un tirón. Sin tintura, sin decoloración, sin nada más que un cagazo monumental por estar haciendo cosas que no debía. Mi mamá, la que asegura que Mostaza Merlo nació con un retraso leve pero que como se operó la cara nadie se da cuenta. Mi mamá, la que me hizo creer que en Camoga los niños, al igual que los animales, tenía el acceso prohibido.


No puedo explicar la sensación que experimenté cuando con los años descubrí la realidad de cada una de sus afirmaciones. Porque para mí, todo lo que sostenía mi mamá era palabra santa. La última- que registro- fue hace menos de medio año, cuando acompañando a una amiga a comprar máscaras para el jardín de su hijo me di cuenta que Camoga estaba repleto de chiquitos y que nadie los perseguía o los echaba y ni siquiera le reclamaban a sus madres el haberlos llevado. Estuve a minutos de preguntarle a algún empleado si aquella normativa había existido alguna vez pero me evité la vergüenza contándole a Laura, que con tan solo una estruendosa carcajada respondió la pregunta que -por suerte- no me animé a hacer.


Hoy estoy media atravesada para escribir pero por suerte tengo a mi mamá que me lee y me celebra. Mi mamá, la adolescente que -casi sin darse cuenta- tuvo que enfrentar la crianza de una niña insufriblemente inquieta y que prefirió trastocar la realidad a tener que decirme que no. Mi mamá, la de las historias más divertidas del mundo.


Sofia Rojas

 
 
 

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