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Hermenegildo Pacheco

Foto del escritor: Batman de ComalaBatman de Comala

Actualizado: 13 jul 2020


Una vez más recurrimos a Sofía Rojas, (periodista, hincha de Boca, militante de izquierda, colaboradora incansable y constante de Batman de Comala), para que nos salve el lunes y nos deslumbre con su pluma ágil, vital y sensible.


La primera injusticia con la que me topé en mi vida data del domingo en el que Hermenegildo, fantasma que vivía en lo de mi abuelo Pi, le robó los anteojos a mi viejo que no veía una vaca adentro de un baño. Me acuerdo que me pareció de una mala leche excepcional la actitud de arrebatarle algo tan insignificante para el resto y tan importante y necesario para él.

La verdad es que los anteojos eran espantosos. Toda mi familia los usaba para sacarse fotos ridículas o para burlarse de la ceguera de mi papá que claramente los necesitaba tanto como respirar. Y eran tan vitales que me acuerdo más del grosor de los vidrios que del color o de la forma de los marcos.

La cuestión es que para esa época mi viejo estudiaba un montón y por ende, sus anteojos ya eran parte de su cuerpo. De hecho, cuando se los sacaba lo desconocíamos a tal punto que una vez mi mamá llamó a la policía porque había un extraño mirando la televisión en el comedor de casa. Pero esa es otra historia.

Mi papá era un nerd y como tal, su look lo acompañaba. Mis recuerdos de ese entonces involucran fibrones, textos encuadernados y un mesa de camping verde, de las plegables, instalada en su habitación. Y sus anteojos, obvio. Siempre sus anteojos. En mi memoria limitada, localicé el registro de estar intentando dormir con mi mamá y que el propietario de los lentes más feos que vi, desde la habitación contigua, repitiera una y otra vez que un acto jurídico era comprar, vender o alquilar. Y creo, aunque con bastante vergüenza, que es todo lo que sé de Derecho. Siempre pensé que mi viejo había estudiado de grande, pero hoy me doy cuenta de que en realidad me tuvo muy de pibe.

En fin, ese domingo, mi mamá, que todo lo resolvía, pareció haber captado la necesidad de recuperar esos lentes y decidió enfrentar al fantasma. Minutos después, para mi sorpresa, salió derrotada con una plancha anudada al cuello y con la remera rota. Para que quede claro, a mí no me jodía que Hermenegildo Pacheco atacara a los que invadían su habitación, era su casa, probablemente también la de su familia y tenía todo el derecho, pero sí me molestaba que se empecinara en quitarle a la gente lo que más necesitaban.

A Hermenegildo siempre le tuve terror. No solo atacaba brutalmente a las personas que quería sino que golpeaba estrepitosamente los placards, las paredes y gritaba de una forma que me hacía helar la sangre, al igual que todos los fantasmas que dan miedo. De hecho, tanto le temía que si hoy tuviese que describir la habitación en la que vivía no podría hacerlo, no tengo ni un recuerdo de la misma.

Todo indicaría que ese domingo tuve más bronca que miedo y tal parece decidí superar mis límites. Y acá, prefiero ser sincera y confesar que no me acuerdo si entré o no pero me cuentan que mi enojo era tal que estuve dispuesta a hacerlo. Y a mí me basta.

De más está decir que Hermenegildo fue un cruel invento de mis tíos adolescentes. Y a ellos le debo mucho. La verdad es que no sé si son conscientes pero gracias a ellos aprendí a identificar las injusticias y a no mirar para otro lado.

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